El día 4 de noviembre de 2011 hicimos una visita al cañón de La Pintada en compañía de un grupo de estudiantes de geología, y puedo decir que aparte del camión y de las explicaciones de los arqueólogos no compartimos nada más. Salimos a las 7:49, estaba nublado y así permaneció todo el día, lo cual fue muy agradable porque no nos asoleamos.
Los estudiantes de historia llevábamos ropa casual, la que normalmente llevamos a la escuela; además de zapatos cerrados o tenis, todos llevábamos sweter excepto Ramón; los de geología también iban también de modo casual (uno iba en short) y llevaban cachuchas y mochilas casi todos. La arqueóloga que nos llevó a La Pintada (Eréndira) llevaba una blusa de manta con flores bordadas, que parece ser el atuendo distintivo de historiadoras, arqueólogas, antropólogas y una que otra geóloga (nota: recordar nunca usar manta con florecitas bordadas).
Más o menos a la mitad del recorrido de 60 kms hay un cerro con una imagen rupestre de la Virgen de Guadalupe de unos 30 metros de alto, a la que se llega por una escalera zigzageante, de concreto, sin pasamanos y que parece tan intimidante como la de La Pintada. Imagino que los motivos de la gente que se atrevió y atreve a desafiar la ley de gravedad en estas y aquellas alturas son los mismos.
Tuvimos que dar vuelta en U, en un retorno, porque el rancho La Pintada está sobre la margen oriental de la carretera 15. Como los arqueólogos del INAH tienen llave entramos sin problemas; anduvimos unos 8 kilómetros por camino de terracería en los que la naturaleza nos mostró su cara fea: un águila de “aguilita” y un fotógrafo del Imparcial que en su afán de capturar la belleza de una planta silvestre se agachó demasiado dejando al descubierto una parte de su anatomía que ya no puede llamarse espalda.
Pasamos un cerco de alambre de púas por un falsete, en el que hay un letrero con la siguiente contradicción “Prohibido cazar. Rancho cinegético La Pintada”. Cuando nos bajamos del camión Eréndira nos amonestó sobre no dejar basura, no hacer “desmadre”, no separarnos del grupo, no retrasarse y prestar atención. Ha sugerencia de Manuel (arqueólogo que ha estudiado y documentado los dibujos de La Pintada durante 4 años) formamos dos grupos mixtos, “para que interactúen” dijo con inocencia Manuel que no sabe que la historia y la geología están reñidas. A la cola de cada uno de estos grupos iba una arqueóloga encargada de checar que nadie se desbalagara. Yo me fui con el de Manuel, otros con Adriana.
Con mucha gentileza y profesionalismo el equipo del INAH nos explicó que el lugar se compone de dos elementos: el área de campamento que está abajo, y el área de prácticas espirituales que es el cañón y que está lleno de representaciones pictóricas de todos tamaños, desde una pareja de unos 2.5 cm hasta las mayores de varios metros de alto; hay figuras de animales, antropomórficas y patrones geométricos, en colores blanco, amarillo, rojo, naranja y negro. Destaca la presencia de animales de origen europeo como toros y caballos, porque son muestra de que este lugar se usaba durante la época de la colonia. No se sabe que tan antiguos puedan ser los más viejos.
La subida es por unas rampas y escalones de concreto que están totalmente reñidos con mi espíritu sedentario; mientras yo valientemente trataba de llegar a la cima, el profe Hiram se divirtió grabando mis resoplidos y mi taquicardia. Todo iba bien hasta que se acabó el caminito de cemento y comenzó la piedra vil y milenaria, cerré los ojos, respiré profundo y traté de captar alguna reminiscencia del pasado, no logré ver a ningún antepasado saltando alegre y ágilmente las rocas, sino yéndose de cabeza en el voladero. Así es que prudentemente decidí regresar. No es cosa de andar retando a los espíritus.
Casi llegaba al área de campamento (donde se reunían gran cantidad de bandas a intercambiar productos y genes, por eso de la endogamia) cuando me encontré a Eréndira que me convenció de volver a intentar la subida y llegar hasta la primera estación, lo hice y valió la pena, las pinturas son fabulosas, las formaciones rocosa son increíbles (aunque jamás me acerqué mucho a la orilla).
Ya de vuelta en el campamento me vengué de Manuel por haberme trepado a ese cerro endemoniado, haciéndole preguntas y comentarios sin sentido. Él nos mostró unos morteros ceremoniales que están en una roca enorme de 1.5 por 1.7 mt aproximadamente; son horadaciones de unos 30 cm de profundidad y unos 15 o 20 de ancho en los que molían semillas o pigmentos con unos mazos de palo fierro. También nos enseñó un “horno”; una especie de colina de unos 2.5 mt de circunferencia en los que se ve gran cantidad de cenizas y unas rocas verdosas y porosas que él dice son escoria residual de una combustión de mucho más de 1100 grados centígrados, no se explican cuál sea la procedencia de una fuente de calor tan grande. Debajo del horno a 1.7 mt de la superficie encontraron un par de esqueletos con ornamentos de piedras verdes y algunas conchas.
Lunchamos en el campamento (igual que nuestros ancestros, cada banda por su lado), recogimos toda nuestra basurita y nos regresamos; no sé si fue el cansancio pero me pareció que el chofer movió el camión y lo alejó un par de kilómetros. Mis compañeritos de clase se portaron muy bien, nada de decir porquerías hasta que a alguno le dé tanto asco que vomite, ni ese tipo de cosas con las que se suelen divertir cuando viajamos. Yo me dormí.
Ya de regreso en mi casita y reflexionando sobre la experiencia de La Pintada solo me resta reconocer que Dios, en su infinita sabiduría dispuso que los archivos históricos estén al ras del piso y no sobre la cumbre de montañas mágicas.
No me dedico a grabar taquicardias! Sólo traté de capturar (en video) las cosas que pasaban mientras recorríamos el sitio.
ResponderEliminarMe gustó el cierre, parece frase bíblica: Afortunados los historiadores que no caminan por el campo!